– Por Jaime Azrad

Con una de las ideas más originales del año, el escritor y director Andrew Niccol (Gattaca, 1997) entrega una oleada de acción y aventura que, con tintes de crítica social, propone una trama de ciencia ficción bastante interesante.

Y es que al aplicar la misma estructura que hoy se vive en el mundo occidental, pero en una manera tan ingeniosa como ésta, es mucho más fácil detectar las incoherencias del sistema con el que hemos crecido:

En un mundo gobernado por un capitalismo revolucionado que, con la ayuda de la tecnología, implementa el tiempo como la moneda de cambio más codiciada, se desarrolla la historia de Will Salas (Justin Timberlake), una de pérdidas, amor y búsqueda de justicia.

Will vive al día con la justa cantidad de tiempo para sobrevivir, pues su trabajo es recompensado con horas de vida, no con dinero; lo mismo para el costo de los objetos: un café vale alrededor de 4 minutos. Quien posee más tiempo es el millonario, y como la ciencia logró detener el envejecimiento a los 25 años, éste es un mundo de apariencias jóvenes, las arrugas y las canas no existen. Cualquiera puede tener 30 u 80 años.

Will se enfrenta con un destino extraño cuando un millonario cansado de vivir le deja todo lo que tiene. A partir de la revaloración de su vida, y con algunos motivos de venganza, Will conocerá a Sylvia Weis (Amanda Seyfried), hija del magnate más ambicioso de la mejor zona horaria, por la que luchará contra todo el sistema, dándole razones para vivir realmente.

Es una lástima que con propuestas tan ingeniosas la producción haya optado por aplicar las fórmulas convencionales de las películas de acción. Después de la primera hora, cuando nos hemos dejado de sorprender por la manera en la que funciona ese utópico mundo, es fácil sentirse en cualquier otra cinta de persecuciones policiacas y fugitivos.

El guión queda corto a la idea, se desvía hacia la situación particular de los personajes, dejando atrás el mundo que con tanto cuidado había construido. La estética fotográfica se limita a arquitectura de vanguardia y un vestuario bastante bizarro para Amanda Seyfried, y recalca en demasiadas ocasiones la tensión (al retratar el reloj que cada personaje tiene para saber cuánto le queda de vida).

Lamentablemente, la creatividad inventiva de Niccol se vio limitada por los estándares de la industria cinematográfica, que logró una vez más dar un toque genérico a una propuesta innovadora.

El precio del mañana es entonces una película de fin de semana llena de caras famosas, pudiendo haber sido mucho más.