Por: Josue Corro

Sí, todos sabemos la trágica muerte de Heath Ledger. Y en buena parte, Terry Gilliam debería -digamos- agradecer esta nube de luto que cubre su película. Porque así, la decepción de ver cómo mató su estilo lúgubre, y lo cambió por un abuso de los efectos por computadora y un diseño de arte paupérrimo, queda en segundo plano.

Y no es necesario ser un fanático hardcore de este director americano (no es inglés, aunque su climáx profesional con Monthy Python lo relacione a tierras británicas), para darnos cuenta de este cambio en visión fílmica. Se nota desde el inicio de la cinta, donde conocemos a una caravana ambulante guiada por el Dr. Parnassus, quien posee un espejo mágico capaz de transportarnos a cualquiera de nuestras fantasías. Una noche, rescatan a Tony (H. Ledger), un hombre mece colgando de un puente londinense. Este fragmento de la película es Gilliam revisitado: el guión posee este misticismo acerca de la lucha entre el bien y el, la pugna eterna entre el diablo y Parnassus. La fotografía juega con los claroscuros, y tiene una intención narrativa: muestra cómo se sienten los protagonistas.

Después, vino la muerte de Ledger, y Gilliam tuvo que reemplazarlo con Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell -no diré cómo lo hace, para no arruinar la sorpresa en el argumento de la cinta-. Lo que pudo ser un acierto en terrenos narrativos, sucumbe ante las fallas técnicas: no puedes cambiar el estilo visual de tu película, y menos si los efectos parecen salir de un show de telesecundaria con una pantalla verde de fondo.

El imaginario del Pr. Parnassus es justamente eso: un vehiculo para usar la imaginación y pensar lo que no sólo esta película pudo haber sido, sino también la carrera de uno de los mejores actores de esta generación.