Hay pocas veces en las que una cinta puede traspasar y morder géneros, Déjame entrar es una de esas excepciones: un romance atemporal, más allá de las limitantes de la edad o naturaleza de los protagonistas.

La premisa puede parecer un refrito de la saga de Crepúsculo, pero es justo lo contrario: es la visión más humana y realista, de la relación entre un vampiro y un adolescente. Déjame entrar presenta primero a Oskar, un niño inseguro que es molestado por sus compañeros de clase; un día conoce a su nueva vecina, Eli, una pálida chica de 12 años. Ambos se vuelven amigos y un poco más: su condición solitaria los vuelve afines, como si hubieran encontrado el uno en el otro un remedio para su sufrimiento.

En el momento que Oskar descubre que Eli es una vampiresa, ya es muy tarde para tener miedo y alejarse de su lado: se ha enamorado de ella (la escena en la cual Eli bebe sangre del piso es gótica y a la vez, decadente). Su amor no es un capricho para ensalzar esta teoría del vampiro romántico, seductor o eterno; aquí nace como un proceso natural, como la fusión de dos personas en el paisaje desértico de Estocolmo.

El director Alfredson, moldeó su obra con elementos clásicos del terror (gore incluido), hasta colocarnos frente a frente a un suspenso que rompe el paradigma del primer amor. No es exageración, es un clásico que reimagina el cine de vampiros.