Por Javier Pérez (@JavPeMar)

Everardo González es un documentalista con una mirada sensible pero no apologética ni mucho menos lastimera. La canción del pulque (2003) y Los ladrones viejos (2007) son ejemplos de su gusto por conocer y hablar de personajes singulares y marginales con la curiosidad de alguien con capacidad para asombrarse y transmitirlo.

Cuates de Australia no deja esa veta, pero sí tiene cierto carácter de denuncia social, más por los contrastes que logra el cineasta a través de sus imágenes que por la estructura de su documental. Su intervención no se nota. Apenas si tiene un texto introductorio al principio del filme y unas cuantas entrevistas. Su cámara es un testigo invisible de la vida en el poblado. Pero no lo es su visión: a final de cuentas, vemos lo que él ha decidido mostrar y como ha decidido hacerlo.

Cuates de Australia es un poblado serrano del municipio de Cuatro Ciénegas, Coahuila. Según el censo de población de 2010, tiene 133 habitantes (80 hombres y 53 mujeres) y apenas 24 viviendas. Everardo González muestra algo así como el ciclo de vida del ejido. Al principio nos enteramos que sus habitantes lo abandonan con cada temporada de secas porque entonces la vida se vuelve imposible. No queda una gota de agua en el estanque natural y tampoco hay una red de suministro.

No obstante, una de las primeras imágenes que vemos es la de un inmenso cielo nublado. Imponente por su oscuridad y por la estridencia de los truenos. Es un horizonte amplio y calamitoso en el que los encuadres, cortesía del propio director, comienzan a jugar con una narrativa de contrastes. La naturaleza imponente frente a un grupo de gente aferrada a permanecer en un lugar áspero, rudo, difícil.

Para hablar de la pobreza y las condiciones marginales de Cuates de Australia, Everardo no recurre ni a un narrador ni a cifras ni a textos superpuestos. Aprovecha la visita del personal del Inegi en el momento en que levantaban el censo. Las repuestas de la encuesta son suficientes. Y aunque los pobladores crían burros, caballos y vacas, no dejan de llamar la atención las casas de adobe, las camas sostenidas por tabiques, las telas sustituyendo puertas y ventanas, “estufas” de leña, baños en tina, un solo salón escolar para todos los niños y la forma como almacenan en tinacos el agua terregosa del estanque –en una escena, una familia apuesta en un juego de cartas: el perdedor debe beber al hilo un vaso con esa agua; una niña vomita–.

En Cuates de Australia los niños se ven felices. También discuten y se corretean sobre un suelo que poco a poco se deseca y también, los más grandes, incluso manejan una camioneta por el camino accidentado. Y además hay tiempo para que llegue el sacerdote y ocupe el aula para bautizar a los niños, para que en el patio escolar ensayen un bailable, aviente el bolo el padrino o se rompa una piñata.

Pero lo mejor de Cuates de Australia está en sus contrastes, en esos encuadres abiertos de caballos pastando rotos con encuadres cerrados de los lugareños, en esas imágenes de caballos apareándose rotos con la imagen de la pareja en un consultorio médico mientras ven el ultrasonido, en el momento en que una vaquilla es sacrificada y un perro llega a lamer la sangre que quedó en el piso roto con el momento en que el sacerdote oficia una misa, en los sonidos de un coyote acechante rotos por los sonidos del aire rasgando el silencio de las casas abandonadas.

Porque, en efecto, los pobladores emprenden el éxodo en camionetas atiborradas cuando el agua se acaba, y regresan hasta que de los animales famélicos abandonados no quedan más que los huesos porque con la carne los zopilotes se han dado un festín.

Cuates de Australia confirma que Everardo González sigue siendo uno de los mejores cineastas mexicanos. Aunque lo suyo no sea la ficción.