Quizás ya nadie se acuerda, pero antes, cuando los conciertos de rock estaban prohibidos -en ese otro país donde nacimos los que nacimos en Chilangolandia hace tres décadas-, nuestra única salvación era verlos en cine. Para los sureños la tierra prometida era un cine -el Pecime- sobre Avenida Universidad, donde aún hoy, en pleno 2010, una vieja cartelera anuncia un imposible estreno: Pink Floyd. The Wall (Parker, 1982) o Rattle and Hum (Joanou, 1988).

Parece, como decía yo, no sólo otro país, sino otro mundo: ahora los conciertos pasan en live stream (tiempo real) por internet, sin interrupciones y con pietaje de los ensayos, el «detrás de cámaras», y entrevistas con los creadores -todo en el mismo sitio web, a un click de distancia.

ahora los conciertos pasan en live stream (tiempo real) por internet, sin interrupciones y con pietaje de los ensayos, el «detrás de cámaras», y entrevistas con los creadores -todo en el mismo sitio web, a un click de distancia.

En el último ejemplo de estos primeros experimentos con el live stream -hablo por supuesto del grandioso concierto de The Arcade Fire en Madison Square Garden, dirigido por el cineasta Terry Gilliam (12 monkeys, The imaginarium of Dr. Parnassus, entre otras maravillas, de quien se rumora una visita a México para el próximo Festival de Morelia)- ni siquiera tuvimos que reventarnos ningún comercial: el patrocinador tuvo el buen gusto de poner sólo un aviso al inicio de la transmisión y luego nos dejó tranquilos.

Pero ni antes ni ahora una película puede sostenerse sólo de música: la imagen requiere un lenguaje y un ritmo propios. Lo sabe Bradley Beesley, el director de The Fearless Freaks (2005), el documental sobre el fantástico grupo estadounidense los Flaming Lips y lo sabe también uno de los mejores documentalistas de cine que hay sobre la faz de la tierra: Julien Temple, director de The Filth and the Fury (2000), sobre los Sex Pistols y que próximamente estrenará su muy esperado documental The Kinks: you really got me.