Sin duda, ir al cine es una de las actividades que más disfrutamos desde chamacos: en la infancia, no hay ocasión más ideal para convivir con la familia; en la juventud, resulta una estrategia infalible para acercarnos al amor (¿quién no ha ido al cine en la primera cita?), y ya de adultos, puede ser nuestro mejor escape de la rutina diaria.

Sin embargo, la experiencia va cambiando según las épocas. Antes, ir al cine era muy diferente de como es ahora, pues hay ciertas cosas que ya no ocurren en las salas de hoy, y a decir verdad, las extrañamos. Por tal motivo, a continuación te ofrecemos una lista de lo que el tiempo se llevó de los cinematógrafos:

-Podías quedarte a la permanencia voluntaria y ver la misma peli dos o hasta tres veces, o hasta que de plano se te durmieran las posaderas.

-De escuincle, antes de empezar la película, nada como ir al frente de la sala (abajito de la pantalla) y rodar como leño sobre el piso, que por alguna extraña razón estaba ligeramente inclinado. Había, incluso, niños jugando luchitas o peleas en esta área, sobre todo si estaban viendo Karate Kid.

-Era posible meter tus tortas hechas en casa, tus chescos, una que otra golosina y no había ninguna bronca.

-Por supuesto, las enormes pantallotas donde se proyectaban las películas: nada que ver con las miniaturas de hoy.

-El clásico faje peliculero: se podía, cómo no, echar fax al máximo nivel, hasta que las orejas se pusieran rojas rojas y se entrecortaran las respiraciones.

-Los vendedores ambulantes que a las afueras del recinto vendían todo lo relacionado con la peli: figuras, gorras, playeras, pósteres, pulseras… Ahora, puros artículos oficiales súper caros y con muy poca variedad.

-Los vestíbulos del cine: algunos eran un deleite a los sentidos. Por citar un ejemplo, quién no recuerda los motivos clásicos que adornaban el Metropólitan.

-Los gritos iracundos del respetable cuando algo salía mal en la función: “¡Cácarooooo!” Este oficio, sin duda, es uno de los tantos que no sobrevivieron a la modernidad.

-No puede faltar el riguroso intermedio para ir a hacer de las aguas y comprar lunetas a granel en la maquinita expendedora.

-“Dos tandas por un boleto”, se podía leer en las marquesinas brillantes y fastuosas de los cines más encopetados, así como en los atractivos carteles de los más arrabaleros.

-El sonido del calzado de los asistentes recorriendo el piso pegajoso de los pasillos; llámenos locos, díganos enfermos, pero ese ruidito en la oscuridad evoca toda una época (¡snif, snif!).

-El telón que, invariablemente, corría para cubrir o descubrir la pantalla donde se proyectaba la película: todo un signo de clase y elegancia, o como dijeran los clásicos: “¡de catego!”.

-La atmósfera en la sala, llena de magia y libre de los molestos celulares que, de un modo por demás impertinente, lastiman el buen gusto y estropean la función.

-Las palomitas al natural, pues hoy día no hay mucha diferencia entre un puñito de paloflies y un mordisco a la barra de mantequilla: igual de grasosa te queda la buchaca.

-La arquitectura: ¡quién no admiró la imponente fachada del cine Ópera o el art decó del Teresa!, ¡cómo olvidar la forma de castillo del cine Lindavista!

-Las salas espaciosas, en las que cabrían como 20 de las de ahora. El cine Orfeón, por mencionar un caso, contaba con casi 6 mil butacas.

-Los precios: en efecto, cada vez resulta más un lujo ir al cine (sobre todo en familia); antes, era un poco más accesible el numerito.

-Los fotógrafos que, a la salida de la función, acechaban a las parejitas para sorprenderlas con la instantánea del recuerdo.

Como podrás observar, queridísimo chilango, de ayer a hoy existe un trecho grande, ya llovió, paró y nos volvió a diluviar. Y ya entrados en nostalgias, desembucha tus vivencias en los cines de ayer: ¿qué añoras más de lo que el tiempo se llevó?

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