Por Ira Franco

Una película de guerra casi perfecta, si no fuera por el adoctrinamiento sobre aquella legendaria heroicidad, bondad intrínseca y belleza estadounidense de la que Brad Pitt es el epítome.

Fuera de eso, a Fury no se le puede reclamar casi nada: utiliza los arquetipos del género de manera inteligente—el mexicano leal, el gran bruto que se redime, el líder estratega, el soldado religioso, el novato que quiere salir de ahí cuanto antes—y los pone a jugar dentro de un tanque de guerra, un genuino Tiger I, directamente sacado de un museo; el único tanque de ese tipo que aún funciona en todo el planeta.

El guionista y director David Ayer (respetado en México por su guión de Training Day) utiliza cabalmente un espacio cerrado y claustrofóbico que hace objetiva la angustia de estar allí y recuerda lo que hiciera Wolfgang Petersen con los corredores de un buque de guerra en Das Boot (1981).

En Fury es abril de 1945 y la II Guerra Mundial está por terminar, pero antes, muchos más tienen que morir. La historia se cuenta a través del novato Norman (Logan Lerman) quien resulta el personaje más débil quizás por una cuestión actoral: los otros cuatro, incluyendo a Shia LaBeouf (quien ha dejado muy atrás sus intervenciones en películas como Transformers) forman parte de un pelotón creíble, que deberá tomar la decisión de huir o pelear hasta las últimas consecuencias con su líder.

Algo notable es la música de la cinta, de Steven Price, que funciona casi como un sexto elemento dentro del tanque. A pesar de sus deficiencias, Fury se cuela como una notable del género de guerra.