Ubicada en el aeródromo de Mandelieu a 10 kilometros de Cannes, la instalación de realidad virtual Carne y Arena imaginada por Alejandro González Inarritu muy pronto se convirtió en la actividad más peleada del festival.

Un gran volumen en forma de L, el título de la instalación y su imagen, la de un corazón dividido por una frontera. Por un lado U.S. —que también se puede leer “us” nosotros— y del otro T.H.E.M. (ellos).

Ellos y nosotros, un mismo corazón, un sólo espacio, un desierto dividido. Impresa sobre esta misma pared está la explicación del autor sobre su pieza: este trabajo se llevó a cabo durante cinco años, una inquietud del cineasta despertada por varios de los testimonios de migrantes que recolectó.

Lo presenta como un trabajo catártico, una posibilidad de sensibilizar aún más al apático espectador al convertirlo en un actor presente en la escena. Precisamente todo lo que está en juego en la realidad virtual.

El pasillo exterior hecho con un pedazo de la barda original que dividía a México de Estados Unidos lleva a un primer espacio de unos 15 metros cuadrados donde hay dos bancas de metal y debajo de ellas unos zapatos recolectados en el desierto en Arizona.

La conexión es inmediata, el reflejo en el espejo es infinito. Un letrero pide dejar los zapatos en un casillero de metal, la experiencia se vive descalza. La alarma se ilumina de rojo, es tiempo de ingresar al cuarto principal que mide unos 100 metros cuadrados con paredes altas pintadas de negro y el piso cubierto de arena.

En el cuarto hay tres guías que primero te colocan una mochila en la espalda, después te ayudan a ponerte los lentes de realidad virtual y los audífonos.

De repente las imágenes de un desierto vacío llegan, las voces del grupo de migrantes que se acercan, sus pláticas y sus deseos, sus quejas también.

Camino por el desierto —en realidad el cubo donde estoy encerrada— toco la arena con las manos, la siento debajo de mis pies, hablo con los migrantes, les digo que no se espanten, insulto a los agentes de la patrulla fronteriza que llegan a dispararnos, los veo a los ojos, pongo mi mano en frente de su arma, me alejo, volteo la mirada para no ver lo inevitable, trato de calmar al perro —pienso en Desierto de Jonas Cuarón— y camino hasta que una mano —de carne y hueso— jale la mochila que cargo en la espalda para avisarme que me estoy acercando mucho a la pared. Pego un grito, ellos me sacan de la realidad virtual, la ficción real.

Lo peor ya pasó y ahora amanece en mi desierto. Estoy sola, me quedo un instante más, volteo a ver el cielo, hay un vuelo de pájaros, ellos no conocen de fronteras ni saben que debajo de sus alas hay hombres que matan a hombres.

Se detiene la transmisión y me quito los lentes y los audífonos, sonrío y les digo que sí en efecto, me gustó mucho la experiencia. Ellos también sonríen, seguramente me oyeron hablar en español durante todo el recorrido.

Sin embargo, creo que esta tecnología no le hace justicia al inmenso cinefotógrafo Emanuel Lubezki. Hemos visto cómo filma los amaneceres y los grandes paisajes, y aquí, por más que los migrantes ante mis ojos hayan estado virtualmente presentes, los colores están muy fríos y todavía con poco contraste. Los rostros de los personajes están muy bien recreados por las imágenes de síntesis, pero aún se sienten como personajes salidos de un videojuego.

La última parte de la instalación —que no es realidad virtual— es curiosamente la que más emociones me generó. En pequeñas pantallas, unos videos con las caras de los migrantes en close-up, sobre sus rostros, algunas frases para que nos cuenten sus historias. Ellos son los que prestaron sus cuerpos y sus voces para la creación de sus avatars.

Ahora conozco sus historias, de una forma u otra, siento que estuvimos juntos, pero sus miradas, las de verdad, el brillo de los ojos, las sonrisas, las lágrimas que se asoman son las que me estrujan el corazón.

Así es cómo entiendo porque Iñarritu decía que este trabajo había sido catártico para él, y es que tal vez necesitaba yo también estar virtualmente con ellos para tenerlos realmente presentes en mi vida aunque estén físicamente invisibles.