Por Josue Corro

Las calles húmedas de Barcelona

expiden un sabor amargo, la humedad putrefacta se respira al mismo tiempo que

Uxbal se abre paso entre niños españoles, africanos, latinos y asiáticos que

juegan futbol con una pelota de estambre. Su mente está preocupada: le quedan

dos meses de vida. Y la nuestra, confirma una teoría apoyada en cuatro

hipótesis llamadas Amores perros, 21

gramos, Babel y ahora Biutiful:

Alejandro González Iñárritu necesita el sufrimiento humano para crear su cine.

Es cierto, Iñárritu escarba en la inmundicia, en los laberintos traumáticos y

deseos frustrados de sus personajes -claro, siempre apoyado en los guiones de

su ex pareja creativa Guillermo Arriaga, pero ya llegaremos a ese punto

después- pero no es un capricho, es una forma artística en la que se ha dado

cuenta que una persona se exime de su pasado y encuentra la redención a través

de nuestros ojos: su sufrimiento, provoca una catársis en el espectador, un

sentido de reacción que nos vuelve jueces silenciosos que al salir del cine

dictamos una sentencia inmediata: condenamos el cine que asfixia la realidad, o

alabamos la sensibilidad de un hombre que es capaz de hallarle un sentido

estético al dolor y al caos existencial del ser humano.

Biutiful no es la excepción. A lo largo de dos horas y media estarás

discerniendo entre tu moral inculcada, y la simpatía maquiavélica que genera el

protagonista, Uxbal (Javier Bárdem), un padre de dos niños cuya forma de

sobrevivir es a través de una red de contrabando -no sólo de artículos piratas,

sino de mano de obra china-; pero también logra llevar un dinero extra gracias

a un extraño don: logra hablar con los muertos, quienes a veces lo llegan a

visitar a su casa en forma de espectros que cuelgan silenciosamente del techo.

Uxbal no es un charlatán, es un padre devoto quien tiene que encontrar la forma

de sobrevivir y educar solo a sus hijos, pues su madre es una drogadicta que no

puede cuidarlos. Una mañana se de cuenta que orina sangre y el doctor da el

fatídico diagnóstico: tiene pocos días de vida.

Iñárritu retrata la vida de los

arrabales con su cámara camuflada de documentalista: el grano reventado de la

fotografía de Rodrigo Prieto -su hombre de cabecera-, nos involucran

directamente a este escenario desolado, mientras tratamos de entender los

susurros que Bárdem convierte en diálogos. Su voz no puede alcanzar decibeles

más altos por el dolor de destino, y porque su vida está limitada al anonimato,

la clandestinidad que provoca la pobreza y sobre todo, porque es la forma de

proteger a sus hijos: ellos no deberían saber que su padre importa familias

asiáticas por unos cuantos euros.

A diferencia de todas sus otras

películas de Iñárritu, Biutiful no

utiliza el recurso de las historias entrecruzadas y el laberinto narrativo. La

fortaleza de esta cinta, y la principal razón por la cual olvidamos el estilo

Iñárritu-Arriaga es por la actuación entrañable y soberbia de Javier Bárdem

-este trabajo le valió el reconocimiento como Mejor Actor en el Festival de

Cannes-. Su mirada taciturna, su forma de caminar mientras agacha la mirada y

la sonrisa acogedora mientras cuida a sus hijos, son pequeños alfileres

sentimentales que se incrustan en nuestra piel. Iñárritu se ha caracterizado

por llevar a sus actores talentosos

situaciones límites e incómodas (Gael García, del Toro, Watts, Penn,

Pitt, Blanchett); pero nunca en un trabajo tan detallada y personal como a

Bardem, quien ve en su Uxbal un simil a esta nueva fase en su carrera: un

hombre que tiene que lidiar con los fantasmas de su pasado exitoso colgando

sobre su cabeza, y los ha ignorado para renacer como un director que carga por

primera vez, con todo el peso creativo de una película. Nosotros, como en toda

su fimografía, seremos los responsables de encontrar lo desolador o hermoso a Biutiful.