Por Verónica Sánchez Marín

Antes de que la cámara se pose sobre la primera brutal secuencia del filme —un largo flashback sobre un elegante y solitario apartamento—, el espectador intuye que la muerte ha rondado ese lugar y que lo ha hecho muy bien. La irrupción de los bomberos en la vivienda y el descubrimiento del cuerpo putrefacto de una anciana, delicadamente engalanada en una cama, lo confirman. Amor (Amour, Francia, 2012) del director austriaco Michael Haneke, es cine en estado puro: vida y vivencia bajo la lupa de la ficción; pero a la vez no: consisten en una obertura para asumir la decadencia y el envejecimiento, su lado más bello y horrible al mismo tiempo. Sus protagonistas: un par de octogenarios franceses en sus días finales. Se llama Amor y parece claro que para el cineasta el amor y la muerte forman un todo inseparable, dos visiones, una positiva y la otra negativa, de la misma cosa.

Ubicada en el París contemporáneo, el filme narra la historia de dos antiguos profesores de música, Georges y Anne —interpretados por dos titanes de la cinematografía francesa, Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva—, quienes llevan una vida apacible, entre su casa y los conciertos de piano. Tienen una hija (Isabell Huppert), un poco indiferente y a la que no ven con frecuencia. De hecho la cinta abre con Georges y Anne, viendo un concierto de uno de sus alumnos premiados, el famoso joven pianista Alexandre Tharaud (como él mismo lo fue alguna vez). Al final del recital Tharaud entre admiradores esquiva a la mayoría para acercarse a Anna, a quien abraza y besa cálidamente.

El matrimonio regresa a casa y descubren que la cerradura de la puerta está rota. Alguien ha tratado de entrar, tal vez un criminal, lo que provoca en los protagonistas y en el espectador de la cinta un escalofrío que llega hasta la columna vertebral. Y es que esto se conecta con la primera secuencia la de los bomberos entrando al apartamento porque hasta ahí todavía no se sabe qué detona la tragedia. Pero en el siniestro mundo del sagaz director de cintas tan directas, descarnadas y duras como El listón Blanco (2010) o La Pianista (2001), todo terror es posible. Abre con el presente y de manera cronológica te va situando en el pasado.

A pesar del inquietante acto de vandalismo, nada parece estar mal. Georges y Anne desayunan en la cocina, platican en medio del ruido de los platos y los cubiertos. Georges se da cuenta que el salero está vacío y se levanta a llenarlo. Cuando regresa a la mesa se da cuenta que ella está paralizada, como una piedra y con la mirada pérdida. Intenta hacerla reaccionar, pero no responde. Asustado corre a la recamara para vestirse y salir a buscar ayuda.

Sorpresivamente Anne vuelve a la normalidad. Ella lo reprende por dejar la llave abierta y no recuerda lo que acaba de sucederle. Intenta servirse té pero un temblor en sus manos hace que el líquido se derrame. Este será el aviso de que el mal ha llegado a su hogar a través de una enfermedad. Los habituales monstruos de Haneke se acaban de desatar.

La siguiente escena es Anne en una silla de ruedas. En adelante: la acelerada descomposición física y mental de su cuerpo, y Georges a expensas de sí mismo al servicio de la enfermedad. Él trata de cuidarla, pero, con el tiempo, se ve obligado a contratar enfermeras. El realizador se atreve a mostrar todo; la alucinación, la incontinencia, el aseo de una persona inmovilizada, indefensa. Coloca su cámara donde nadie más lo haría, dotando a las escenas –que podrían ser tachadas de morbo o voyeurismo– de una modestia que le es propia al realizador.

Para el público se vuelve doloroso ver a este hombre y a esta mujer, cuya sola presencia de uno sobre el otro parece curarlo todo, luchando solos contra el drama. El mecanismo narrativo es tan preciso, tan natural, tan implacable, que borra su aspecto de cine para mostrar la realidad del desgaste inevitable del cuerpo.

Toda la película se compone de planos fijos, escenas estáticas, sobre todo en la casa llena de libros, discos y pinturas donde antes se respiraba felicidad. Su conocimiento del plano fijo es tal que de repente es capaz de introducir en escena sucesos extraños como la aparición de una paloma que se pasea dentro de la habitación seguida por Georges sin que esto sea parte de un sueño o una alucinación.

Pero ¿hasta dónde se llegar por amor? ¿Qué es el amor? ¿Dónde está el amor en el anciano? ¿Cómo aceptar lo inaceptable? A todas estas preguntas Haneke tiene una respuesta tan espontánea como el último acto de Georges.

La fotografía de Darius Khondji sombría ante todo y la música de Schubert ayudan a establecer un aire de tranquilidad, elegancia y sobriedad, al igual que las composiciones meticulosas de Haneke, su encuadre impecable, las personas y objetos dispuestos armoniosamente concretan el círculo perfecto de horror. Haneke aborda la muerte de frente, como el Clint Eastwood de los últimos años. Encarar es aprender a amar lo que se enfrenta: la muerte es la liberación de una vida.

El trabajo de los actores es estremecedor, ambos con un dominio interpretativo y ternura sobrecogedora, sobre todo la actuación de Emmanuelle Riva (Hirosima Mon Amour), hace que cualquiera se conmueva frente a la pantalla. Un dolor que sólo comprende quien ama hasta el final de una vida —que puede comenzar antes del propio fallecimiento.