Por Josue Corro

Alejandro Amenábar es uno de los cineastas más

relevantes de toda una generación: en los últimos 15 años, hemos visto cómo

evolucionó de obras hitchcockianas de suspenso (Tesis, Abre los ojos, Los

otros), a trastocar nuestro sistema cardiaco con una biopic acerca de la

eutanasia en Mar adentro. Su visión artística no se ha estancado, al contrario,

ha buscado explorar con su cámara diferentes inquietudes de la psique humana. Sin

embargo, su último proyecto, Agora, rompe con el cine de autor que comienza a

cimentar: es una producción millonaria, que recuerda al cine hollywoodense de

antaño. Y es una mala decisión de Amenábar: demasiada parafernalia, para un

director experto en contar historias, no en producirlas con adjetivos que

alaben los detalles técnicos.

Agora es una biografía romántica de Hipatía de

Alejandría, una filósofa griega que se inmiscuye en las guerras religiosas que

surgieron a partir del cristianismo. Por si esta situación no fuera lo

suficientemente atroz, esta mujer deambula en la confusión de sus propias

batallas: tiene un matrimonio arreglado, sin embargo algunos de sus alumnos

están enamorados de ella, y tendrá que tomar una decisión. Pero ¡oh, el amor!,

¡oh, la sociedad! Hipatía está condenada a los deseos de su padre.

Amenábar no brinda una historia de amor, esa

sería una salida fácil, su principal misión es realizar una analogía -bastante

obvia y burda- de cómo las diferencias

religiosas/idelológicas pueden destruir lo más sincero y humano que tenemos: el

conocimiento y el amor. A través de distintas escenas cargadas de realismo

visceral, los paganos, cristianos y judíos dejan a un lado su aristocracia y

educación, y sólo tratan de sobrevivir en un trueque barato. Su fe a cambio de

apoyar la religión de moda, la religión gobernante.

Rachel Weisz demuestra que es una actriz camaleónica, capaz de amoldarse

a los caprichos de cualquier director, y no es que Amenábar los tenga, al

contrario, es cineasta que sabe explotar las mejores facultades histriónicas de

sus actores; lo que le falla es un guión demasiado ambicioso en el cual los

personajes son un mero adornos y excusa para arma una trama. Ellos son tan

relevantes como las columnas de un templo que aparece en segunda plano. Tal

vez, lo que importaba eran los efectos: tomas aéreas que parecen de satélite

espacial, o una recreación minuciosa de la Alejandría del siglo IV. Aménabar le

fue infiel a un estilo, y su penitencia es aprender de este error, y como lo ha

hecho desde que inició su carrera, conservar una fe que si bien no mueve

montañas, al menos nos hace correr al cine y sorprendernos Pero será hasta la

próxima vez, Amenábar.